La clave tarea de enseñar y educar
- mentestudiosa
- 16 nov 2014
- 5 Min. de lectura
Como continuación del anterior post “Algo más de análisis sobre enseñanza y referente a educación”, de 13 de octubre de 2014, he querido centrarme más en el papel directo del maestro-profesor-educador.
Me he ayudado de las reflexiones, muy acertadas en mi opinión, de un “entendido” del tema Luis Pumares Puertas y auxiliado por las conversaciones con otros docentes. Ya que no resulta posible una buena investigación sobre educación si no es desde dentro del aula; pues podemos caer en la más simple teoría o especulación.
Maestro, profesor, docente, su función suprema es la de educar, la de acompañar el proceso de educación de cada persona, velando siempre por él, dispuesto a reconducir, a actuar, a intervenir, a crear situaciones nuevas, a mediar en los conflictos, a provocar conflictos nuevos, a aportar nuestras dudas y a colaborar en la búsqueda de soluciones.
En consecuencia, la práctica docente exige ser ejercida con relajamiento y naturalidad, y debe constituir una fuente de placer y de enriquecimiento. La conducción y orientación de los escolares, cómplices de su vitalidad y de su alegría de vivir debe llenar de satisfacción y sosiego.
La educación debe ser vivida por el educador con la calma y la paciencia de quien asiste a una obra a largo plazo, duradera por su complejidad y su envergadura, lenta pero precisa. Para ello debe ser una implicación sin complejos ni pudores; sin miedo al afecto, a la entrega, a la recepción y al intercambio.
Y es una actividad viva y vivificadora, crítica siempre en la medida que persigue la formación individual de la personalidad del individuo, de la independencia de criterio, de la visión particular del mundo. El docente ha de sentirse educador y ser consciente de lo que eso representa.
Cierto es que la sociedad exige cada vez más a la escuela, a la vez que ofrece un menor reconocimiento de la función que realiza. La figura del maestro, como la de la escuela, ha perdido gran parte del prestigio social que poseía. Antes, el maestro era el que más sabía y por ello era digno del mayor respeto; se convertía así en autoridad.
Se necesita un nuevo estilo docente para una nueva escuela, porque lo exige la sociedad de nuestros días. Que sea competente, entusiasta y sensible, para una escuela transformada y transformadora.
Ya que todos los padres necesitan la garantía de que los maestros de sus pequeños serán las personas sensibles y cercanas que aseguren el bienestar de los niños y les procuren el lugar de protección y confianza que necesitan para que la escuela sea, prácticamente, una continuación del hogar, que velen por su desarrollo, que conduzcan su aprendizaje.
Entiendo que a todo profesor se le deben exigir tres cualidades: suficiencia científica, preparación pedagógica y cercanía emocional. Resultan imprescindibles por igual. Y comparto que existen dos obligaciones sin las cuales la función docente resulta moralmente reprobable:
El maestro tiene la obligación de querer a sus alumnos y alumnas. Algomás que apreciar, que responsabilidad. En definitiva son quienes están pendientes de sus dificultades, de sus temores, conocen las fortalezas y las debilidades de cada uno. Son responsables del clima que permiten o propician, de las relaciones que establecen en el grupo, de los niveles de relación y de interrelación que se dan. Por ello, es necesario que el maestro posea una sólida formación pedagógica con una actitud reflexiva y crítica, sensible y atenta.
Proporcionar a los alumnos verdaderas oportunidades de aprendizaje. El docente suele justificarse argumentando la obligatoriedad y la urgencia del programa, la imposibilidad de atender en un mismo grupo niveles muy dispares de competencia, los pocos recursos y medios.
Hemos de responsabilizarnos de lo que hacemos, pues somos libres de hacerlas. Sí, nadie nos obliga con peligro de muerte para nuestra vida, por ello siempre tenemos la posibilidad de no hacerlas. Y, en ocasiones, somos quien hemos elegido esa labor.
Y en esa responsabilidad está hacerlo lo mejor posible, sin escudarnos en excusas recurrentes, con profesionalidad, incluso pasión. Cierto es que hay aspectos que influyen enormemente y que no controlamos, pero tenemos la posibilidad de hacer todo lo posible. Debemos entender que no estamos asistiendo a los peores tiempos para el trabajo docente, nunca los tiempos pasados fueron mejores.
Se necesita al profesional comprometido y entusiasta, dispuesto a adaptarse a las necesidades de su alumnado. Una inevitable dimensión afectiva de la educación que no está reñida con la rectitud necesaria en la exigencia de los adecuados comportamientos personales y sociales, la observación de costumbres saludables, el correcto trato con los otros, etc.
La realidad de los centros educativos exige del trabajo en equipo (del equipo docente) frente al educador solitario. Este trabajo compartido se ejerce en dos niveles distintos de colaboración:
El homogéneo. Profesorado que realiza una labor similar, que programan y evalúan en común, que comparten experiencias e inquietudes, que se consultan frecuentemente y toman decisiones en común.
El heterogéneo. Formado por profesionales de distinto perfil: maestros, educadores, orientadores, pedagogos, psicólogos, etc., para atender a situaciones complejas, y la posibilidad de enfocar la realidad educativa desde diferentes puntos de vista, enriquecernos y que nos aporten la más completa comprensión posible de la realidad.
Del equilibrio y la convivencia entre ambos niveles depende, en gran medida, la existencia de una dinámica saludable en los centros educativos; hay una necesidad de coordinación entre el profesorado.
También, resulta fundamental el establecimiento de una cultura democrática en los centros, con la necesidad de un currículo abierto, flexible y cambiante. Donde el maestro:
Se encuentre “forzado” a revisar, cuestionar, relativizar democráticamente sus propias convicciones y certezas, a contrastarlas con los demás, a considerar reflexiva y críticamente el punto de vista de los otros.
Aprenda a sentirse como una pieza más de un engranaje complejo; y el resultado del sistema dependerá de la sincronía entre las partes.
Todos tenemos que enseñar y aprender. Una verdadera “comunidad de aprendizaje” en la que todos aportan y reciben; la seguridad que aporta la comunidad, frente al desasosiego de la responsabilidad en solitario.
Si nos paramos un momento, y recordamos, todas las generaciones, sin excepción, han caído en la engañosa creencia de que los jóvenes del momento carecen de los valores, de las actitudes o de las aptitudes que caracterizaban a los de la generación anterior a la que ellos pertenecían. Aunque si analizamos los contenidos curriculares, son más exigentes que los anteriores.
Es fácil caer en el engaño si no acertamos a considerar los cambios de intereses, preocupaciones de los jóvenes de cada época. Los jóvenes de ahora, como los de todo tiempo, son quienes están protagonizando el vertiginoso avance de nuestra sociedad en todos los ámbitos.
Los jóvenes son como han sido siempre, tienen el punto de rebeldía que corresponde a cada nueva generación; aunque no nos acordamos de cómo éramos nosotros respecto a nuestros antecesores. Es más, no son sino como nosotros lo hemos hecho, han heredado los vicios que nosotros hemos inculcado en ellos.
Otra cosa es si nos fijamos sólo en lo formal, en lo externo, modas, gustos, etc. Pueden resultar chocantes pero no pasan de ser circunstanciales, pasajeros. Después de cierta edad, en la mayoría de los casos, todas las generaciones reproducen los esquemas sociales propios de su cultura. Volver al redil con cierto aire de dignidad, después de habernos hecho creer que estuvimos a punto de cambiar el mundo que heredamos.
Ningún niño ha elegido ser como es, y así tenemos que aceptarlo; no tenemos derecho a culpabilizarle.
La mayoría de las personas tienen determinadas capacidades para aprender y pueden hacerlo durante toda su vida, y la principal función del maestro es la de favorecer esa capacidad, no la de poner en evidencia esas carencias.
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