Se llega al conflicto

¿Por qué?, ¿cómo es posible?, ¿de qué manera hemos llegado a esto?

Si nos hacemos estas preguntas como estas, es una “buena” señal. Implica que, al menos, nos sorprende el escenario; lo cual puede llegar a convertirse en el inicio de una solución.

Si se produce un conflicto es porque la situación, previamente, se ha ido deteriorando y no nos hemos dado cuenta de ello, o no nos ha importado lo suficiente para remediarlo.

Hemos estado poco atentos y no hemos sabido ver los indicios. Pero somos, en parte (no voy a insistir si en mayor o menor medida) responsables del problema que nos afecta.

Así pues, tenemos la necesidad, incluso la obligación, de tomar medidas para intentar resolverlo.

Porque si nuestra actitud (de ignorancia, de pasividad, etc.) provoca el desarrollo del conflicto, significa que no es la correcta. Y si insistimos testarudamente en ella, posiblemente, el aprieto se agudice.

Se rompe el consenso, la concordia, la paz, la convivencia que existía. Algo hemos hecho (o dejado de hacer) para que ello suceda.

La solución es cambiar nuestra actitud. Para recuperar esa armonía, que tampoco podrá ser la misma. Ya que si nos concentramos en determinar quién tiene la verdad “absoluta”, no hallaremos una salida factible.

Pues esa verdad en una relación, que evoluciona sin descanso, es imposible de fijar. Tratar de encontrarla sólo contribuye a encerrarnos cada vez más en nuestra posición, haciéndonos más rígidos, dificultando más si cabe el entendimiento. El inmovilismo en una situación de cambio permanente es la antesala del fracaso; es un hecho.

Esto, también, creo que puede aplicarse a las recientes Elecciones Autonómicas en Cataluña. Se centra la discusión en calificar quienes son los ofensores y quienes los ofendidos, más que en encontrar maneras de adatarse mutuamente.

Luego vienen los reproches, los rencores, los resentimientos, las penas, las autojusticaciones… en definitiva, una torpe e inacabada conclusión del conflicto, que se eterniza.